Hacía tiempo que no volaba hacia el este.
Durante muchos años, mi destino siempre estaba al este y anoche volví a despegar por la tres seis derecha, todavía recordaba la frecuencia.
No hemos podido ver prácticamente nada durante la ruta, las nubes nos lo impedían, pero la luna nos alumbró todo el camino sobre el Mediterráneo. Recordé, según sobrevolaba el Peloponeso, las cenas en aquellos restaurantes de la Plaka en Atenas, los paseos perdiéndome por el Trastevere en Roma, las incursiones en los bazares de Estambul y mi ineludible visita a los baños. Y me envolvió de nuevo la fascinación que me produce la cuna nuestra civilización.
Mi destino esta vez está en Asia, donde termina el Mediterráneo. ¿O es acaso dónde comienza?

Me apetece volver a pasear por la vieja Jaffa. Me calzo los tacones rojos, la ocasión lo merece, aunque después me tenga que cortar los dedos. No quiero parecer turista, a nadie en sus cabales se le ocurre salir a patear una ciudad adoquinada de 7000 años de antigüedad subida en unos tacones de 10 cm.
Consigo una mesa en mi tasca preferida en Jaffa. Me hace mucha ilusión que después de tantos años y habiendo pasado una pandemia, este restaurante siga abierto, mirando al mar, colgado de la muralla.
Los lugares en los que no entiendo nada me producen fascinación, no lo puedo evitar. Me fascina no entender absolutamente nada de lo que está escrito en los carteles, no reconocer un número, ni una sola palabra cuando hablan a pesar de que sus rostros sean similares a los nuestros.
Ordeno la comida por ciencia infusa, no sé ni siquiera cómo se pone la carta al derecho así que señalo discretamente a las mesas de al lado. Esto si, esto no. Bingo, parece que he acertado: humus, ensalada de pepino, un guiso de garbanzos… todo tan delicioso y tan mediterráneo. Como lentamente, saboreando cada bocado, observando el mar, imaginándome las batallas que se han librado a los pies de esta muralla.

Spanish? Me pregunta la camarera. Mi técnica para pasar desapercibida claramente ha fracasado.
A la hora del postre me mudo a la mesa del rincón con mi tarta de chocolate y una especie de té al que me invitan, me invade la felicidad… (chocolate, soledad acompañada, escritura y el mar) Observo a la pareja que está mi lado, con sus arrugas, su historia a cuestas, sus kilos de más, sus ojos todavía chispeantes y me salen sin querer estas letras:
Cuando se me agriete profundamente el rostro
cuando las manchas colonicen no solo mis mejillas
sino también mis manos y nublen mi mirada de niña
cuando el cuerpo pese y ya no sea bella,
¿me seguirás queriendo entonces?
¿me seguirás mirando con esa ternura eterna?
¿seguirás deseando amanecer a mi lado y caminar de la mano,
esa mano vieja?
9500 años hace que se utiliza el puerto de Jaffa, desde la Edad del Bronce. Hay una mesa justo al borde del agua en la que unos marineros, sentados sobre unas viejas y enorme bobinas de madera, charlan a gritos y aspavientos ajenos a los visitantes que fluyen a lo largo del puerto. La ciudad ha sido egipcia, romana, bizantina, islámica, cristiana, otomana, ha sido conquistada por Napoleón, palestina… ¿Cuántas escenas así se han dado en 9500 años? ¿Cuántos barcos han descargado aquí sus capturas del día? ¿Cuántas mujeres habrán llorado despidiendo aquí a sus maridos y cuántos hijos habrán visto zarpar a sus padres?

Será por toda esa historia que me gusta venir aquí. Me impresiona su vejez, sus grietas, lo que ha llegado a ser tras todos estos años, gracias a toda esa mezcla.
En el vuelo de vuelta, esta vez sí, a la derecha Rodas, a la izquierda Creta, después las Cícladas. El sol sale por detrás de nosotros y la luna sigue vigilante, velando desde lo alto nuestra travesía por el Mediterráneo.
Recuerdo aquel capitán de barco que tiraba, enloquecido, todos los platos del barco al suelo mientras nosotros, los turistas, poseídos por espíritu de Zorba el griego, danzábamos como posesos alrededor de los pedazos esparcidos por el suelo.
Recuerdo cómo se decía buenas tardes y buenos días, incluso gracias en el idioma heleno, han sido muchos los años que he pasado surcando estos cielos.
Recuerdo mis días tranquilos en Hidra, sin coches, sin carreteras, con los pulpos colgando secándose al sol en el puerto a modo de séquito de recibimiento y un burro que lo mismo hacía de medio de transporte que de compañero de tertulia.
Las nubes bajas se quedan atascadas entre las montañas, justo en el desfiladero de las Termópilas, donde perdieron la batalla los 300. La luna sigue sin apartar su luz sobre nuestro camino. Los tres dedos de Eolo se ven perfectamente, señalando el Egeo, mientras tierra adentro descansan Olimpia, Esparta, Corinto…
Ahora vienen las Jónicas y recuerdo aquel anochecer en Cofrú en el que el cielo se prendió fuego. Suspiro.
Llegamos a Ítaca y recito de memoria algunos versos que recuerdo de Cavafis:
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas”
– Madrid buenos días, Iberia 3317 heavy, listos descenso.
Me siento como Ulises volviendo a casa después de 20 años fuera, pero no es Penélope quien me espera, escabulléndose de los pretendientes que le acechan , sino mis cachorros escaqueándose de las tareas.

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