Mis garitos favoritos

Nos cierran los bares y me entra una nostalgia tremenda. No es que yo salga mucho y cada vez que salgo necesito entrar en cuidados intensivos durante dos días para volver a ser persona.

Soy una chica de barra. Si me oyera mi abuela me mata. Pero sí, confieso que me gustan las barras. Me gusta sentarme con un Ginger Ale o con una copa de vino y observar cómo discurre a mi alrededor el teatro del mundo.

Las barras están llenas de personajes solitarios mirando al infinito. Me gusta imaginar por qué están allí, a qué se dedican. Siempre me pregunto si les espera alguien en casa. Me gusta observar pero me gusta más bailar.

Lo prometido es deuda, mi último post fue de librerías y no solo de libros se alimenta el espíritu así que aquí van algunos, solo algunos, de mis garitos favoritos. Otros no sabría volver a encontrarlos como aquel karaoke de Tokio o aquella palapa de una isla de Honduras.

F.A.C. Fabrica de Arte Cubano, La Habana

Podría ser un garito del SOHO, eso pensé la primera vez que fui. Tiene una sala grande de música en directo en la que bailar y sudar hasta la extenuación, diferentes estancias pequeñas repartidas de manera irregular en las que puedes charlar sin música o salir a que te dé el aire. También hay una zona dedicada al arte: exposiciones itinerantes de escultura, pintura e instalaciones de artistas cubanos. Incluso puedes pedir algo de picar, pero ya sabes cómo es Cuba, a veces hay, a veces no hay… a este local se lo perdono todo, es una delicia.

Air Port Cafe & Liquors, MIAMI

En nombre no dice mucho, el local tampoco es gran cosa, lo sé, pero salir de una sesión de siete horas de simulador en mitad de la nada, donde me han parado los motores, me han prendido fuego al avión, me han apagado las pantallas y encontrar un lugar con música, camareras amables y buena comida, me devuelve a la vida.

La encargada me recuerda a Viena en Johnny Guitar… ese andar derrotado esperando a un Johnny que nunca llega. Esa mirada desencantada de la vida. Esa vigilancia implacable sobre clientes y empleadas…

Las camareras, cubanas todas, simpáticas, acostumbradas ya y ajenas a la encargada, bromean con los clientes habituales, ponen música en la juke box y canturrean moviendo las caderas echando de menos su tierra.

Llegan los mecánicos del aeropuerto: cerveza y sándwich cubano, todo por menos de 20 dólares, eso en Miami es imbatible.

No consigo nunca acabarme los platos, le llevo lo que sobra al vigilante del centro de simuladores y mientras espero la furgoneta me sonrie y me da las gracias.

La mirada controladora de la reencarnación de Viena sobrevolándome solo me afecta los dos primeros días, después soy una cubana más, pongo mi música y canturreo moviendo las caderas mientras me termino los patacones con salsa picante repasando mentalmente el descenso automático de emergencia del A350.

CAFÉ WHA? Nueva York

Springsteen, Jimi Hendrix y Bob Dylan han pisado este escenario. Kerouac calentaba los asientos en sus noches de bohemia en la ciudad y servidora comenzó a venir a este local hace 25 años; todavía conservo las fotos de toda la tripulación bailando y me sé de memoria la dirección: el 115 de MacDougal en el Greenwich. Parece que lo compró Woody Allen y ahora tiene una banda de escándalo, rock, blues y una negra que podría llenar estadios. Puro paroxismo… Es para no irse jamás a dormir. No sé por qué no vengo aquí cada noche que paso en la gran manzana.

 

GREEN MILL, Chicago

Sentarme sola en una mesa de un garito de Chicago me parece un deporte de riesgo. Por eso me gusta esconderme en un rincón de la barra, que no se me vea mucho y disfrutar del espectáculo.

Cada noche hay una banda diferente, jazz, soul, blues… la gente llega al local vestida acorde con la música que va a escuchar. El día del swing aparecen hombres y mujeres vestidos como salidos de un casting para una peli de los años cincuenta, con sus zapatitos de baile guardados en una bolsa. Al principio pensaba que eran como extras del local pero no, son de verdad. Cada noche que he ido ha sido mejor que la anterior. Dicen que las paredes no se pintan desde la época de Al Capone y que todavía pueden verse agujeros de bala. Dicen que abajo hay un reservado donde hacía sus negocios. Dicen que detrás de la barra hay una puerta que da acceso al túnel por donde escapaba de la poli. Dicen que está en un barrio peligroso. Dicen… lo que digo yo es que de un sitio así me tienen que echar.

LA CATEDRAL, Buenos Aires

Ay… tango de mis entresijos… nada me gusta más que un local oscuro y decadente donde extraños bailan abrazados al son de Piazzolla o Goyeneche. No importa que no sepas bailar, no importa que no te guste el tango. Para los expertos hay un apartado y para los novatos hay hasta una primera clase. Todo da igual, hazme caso, ve y déjate envolver por el tango, no te vas a arrepentir jamás.

ATLANTIC FISH, Boston.

Es mi barra favorita. Me siento en el extremo izquierdo, junto al espacio reservado a los camareros, no me muevo, pido mi media docena de ostras y si vuelo pido un ginger, si no vuelo, un vino y me convierto en una pieza más del mobiliario. Observo, escucho y me maravillo. El vaivén de los camareros, la actividad frenética al otro lado de la barra. Boston lo tiene todo bonito y este garito no es una excepción. Incluso aquí se respira el nivel que tiene la ciudad.

MISTER BABILLA, Cartagena de Indias.

La primera vez que entré no daba crédito, eso de apartar la comida de las mesas y tal cual, subirse encima a bailar, me parecía inaudito. En Aluche no se veían esas cosas. Después de un par de noches haciéndome la recatada, decidí que bailar en el suelo era demasiado aburrido. Arrastré a mi amiga Paula encima de la barra y ahí comenzó nuestro periplo sin fin por las noches cartageneras, todos los días que pasamos allí, que fueron muchos en dos años, no faltábamos a la cita. No sé cómo no se me desencajó la cadera, no sé cómo no acabamos muertas en una cuneta. Era la época dura del narcotráfico en Colombia, los noventa, pero nosotras con 19 y 21 años, no sabíamos nada de la vida, solo queríamos bailar hasta que se hacía de día. Nos cacheaban a la entrada de los garitos y había compartimentos para dejar las armas, como los de los bancos para dejar el bolso pero Cartagena siempre fue respetada por todos los bandos, unos y otros, las noches de cumbia y ballenato eran sagradas, o eso pensábamos.

Ahora me parece un milagro que no apareciéramos muertas de un balazo, me parece un milagro que siga en pie este garito después de 25 años y otro milagro que yo pueda seguirme subiendo a la barra a bailar, cada vez con más miedo de romperme algo, he de decir…

CAVEAU DE LA HUCHETTE, París

Muy cerquita de Notre Dame, en el nº 5 de la Rue de la Huchette, está el mítico club de jazz que Cortázar menciona en Rayuela. Quise acercarme un día a ver si era verdad y sí, allí estaba. La entrada es muy estrecha, se bajan las empinadas escaleras y lo que aparece es un auténtico templo consagrado a la música y al baile. Llegan los clientes, turistas y habituales, algunos en pareja, otros sueltos y se entregan al swing con auténtico fervor. Llegan con sus zapatos de baile en una bolsita de tela, se nota que vienen todas las semanas, saludan a los conocidos y bailan hasta que el garito cierra. Se despiden en la puerta y cada uno tira para su casa. Hay bailarines del local que sacan a las guiris tímidas que sólo observan, como yo. Y mientras tanto se disfruta de un auténtico espectáculo, imposible no quedarse maravillado.

A la salida, veo confluir en un momento toda la grandeza y toda la miseria del mundo: Notre Damme, las ratas saliendo de las cloacas, las calles de París, la música subterránea, los mendigos durmiendo en cartones abrazados a sus botellas, las luces amarillentas temblando reflejadas en el Sena… y me retiro a mi habitación sintiéndome una vez más, la mujer más afortunada de la tierra.

1987, Sevilla

Aquí se ha rodado alguna que otra escena mítica de mi existencia aunque de alguna no guardo un recuerdo muy nítido. Sea como sea, según cruzo la puerta de este sitio, no paro de bailar, literalmente, con propios y extraños hasta que la vuelvo a cruzar de vuelta a casa en cualquiera de los tres estados de la materia: sólido, líquido o gaseoso. Y si antes he cenado en Mano de Santo, una mezcalería que hay en frente, la noche nunca acaba mal.

EL PÉNDULO, Castelldefels

Todo lo que tenía en la nevera eran Shandys y limones. Me llevé mi bicicleta roja y llené El Halcón (mi Honda Cívic Coupé) con unos cuantos libros, biquinis, vestidos, mi uniforme y una maleta. Ese era todo mi equipaje, era otra vida.

Así pasé uno de los mejores veranos de mi vida, viviendo junto al mar. Corría cada mañana por la playa, me bañaba justo después y volvía a casa en bicicleta empapada. Todo sucedía alrededor del mismo garito: El Péndulo. Se podía desayunar, tomar el aperitivo, echar un partido de voley frente al mar, comer un arroz y bailar sobre la arena hasta las tantas, todo sin moverse del mismo sitio. Cuántos días volví a casa de madrugada todavía en biquini y chanclas. Eran los días en los que yo entraba por la puerta vestida de india a las siete de la mañana y mis amigos Miguel y Meritxell salían de la puerta de al lado con chaqueta y corbata para irse a trabajar. De vez en cuando también volaba. Puritita felicidad.

PALERMO, Madrid

Es uno de esos lugares que arropan y eso que es un garaje de un chalet en Arturo Soria. No sé… serán todas las partidas de futbolín que he jugado allí, las veces que he jugado al billar y sobre todo, la música que no tiene desperdicio. Será esa barra larga y sinuosa, las paredes de ladrillo, los conciertos. Quizá sea la autenticidad y la falta de pretensiones del local en este mundo de tanto aparentar o quizá sea ese aire de tugurio escondido que no me puede gustar más.

Qué le voy a hacer si no sé pasar por la vida de puntillas.

Si me oyera mi abuela me mata…

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