Mi pueblo: Alaska

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Allá por los noventa (démosle de una vez su merecido lugar a las grandezas de aquellos años, por favor) perseguía la parrilla televisiva con la única ayuda del Teletexto y la extinta sección trasera del periódico en la que figuraba la programación, a la caza de mi serie favorita de todos los tiempos.

Fue mi primer contacto con el realismo mágico.

Aquello no era solo una serie, era mucho más que una ficción, era un estado de ánimo, una forma de ser y estar en el mundo. Yo quería SER y VIVIR de esa manera, quería vivir en Cicely, Alaska.

Quería ser como Maggie O’Connell, tener un avión de ala alta y sobrevolar cada día aquella belleza salvaje repartiendo paquetes o transportando enfermos a Fairbanks.

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Quería cruzarme con osos por la carretera, tener una pick up en la que cargar la leña, vivir en una cabaña de madera rodeada de la más salvaje de todas las naturalezas y que mi pueblo tuviera solo una calle principal.

Quería escuchar cada mañana a Chris Stevens en la K-BHR filosofando sobre la vida, sobre la muerte, sobre el arte y sobre el amor, al son de un delicioso tema.

Quería tener un bar al que acudir, como el Brick, sabiendo que siempre habría alguien con quien charlar a cualquier lado de la barra.

Quería pasarme cada día por una tienda como la de Ruth Ann, en la que comprar anzuelos para pescar, todo tipo de provisiones o alquilar una película charlando sine die con la dueña.

Quería tener incluso aquel vecino ex astronauta al que acribillar a preguntas sobre su nave espacial.

Quería una alcaldesa como la de Cicely, que no se pusiera ningún collar de ningún color, que escuchara a los vecinos, que fuera honesta, valiente, culta y trabajara para mejorar la calidad de vida de todos los que la rodean. Sin mirarse el ombligo, sin engordar sus bolsillos.

Quería ver auroras boreales, escuchar el estruendo que hace el hielo al resquebrajarse en primavera, ceder el paso a los alces en la carretera y tener tiempo para charlar, una vida entera, con los indios nativos de aquella tierra.

Aquella serie marcó mi vida para siempre, esperaba cada capítulo con obsesión ¡durante una semana entera! Siempre encontré en ella las respuestas que buscaba hasta tal punto que definió, sin yo saberlo, el tipo de vida que llevaría en los años venideros.

Ahora, mi avión no es de ala alta, llevo 360 pasajeros y cuatro motoracos Rollce-Royce. Sobrevuelo bellezas que me dejan boquiabierta. He visto auroras boreales, eternos amaneceres, he cruzado los trópicos, el Ecuador, he rozado el Círculo Polar con las puntas de los planos. Transporto paquetes, enfermos y sueños dejando una escena de vainica en el cielo.

Cargo la leña en el maletero del 7 plazas, me cruzo con jabalíes de madrugada, escucho las campanas repicar, huelo a jara y acudo al obrador de mi amigo Carlos, un lugar precioso, anclado en otro tiempo, donde además de suministros siempre encuentro un abrazo, unas risas y buena conversación.

Mi Brick ha sido una antigua vaquería donde cuatro amigos divorciados y arruinados, nos juntábamos a pasar el rato con una tortilla y un buen vino. Para qué más. Junto a una estufa de leña, pelados de frío y sin quitarnos los abrigos, disertábamos sobre la vida, sobre el arte, sobre la muerte, sobre el amor. Guardábamos cada corcho en un jarrón que aquel año se llenó.

Ahora que lo pienso… he acabado viviendo en aquel lugar mítico que se gestó en los noventa en mis adentros; gobernado por un equipo de vecinos con una alcaldesa al frente que no es de ningún color, que no se mira el ombligo y no engorda sus bolsillos.

Eché raíces en este suelo granítico, junto a un río, unas vallas de piedra y miles de senderos que se pierden en la naturaleza. Me gusta esta vida lenta y amable, nos llamamos por nuestro nombre, nos reímos de nuestras neuras y siempre compartimos un plato de comida.

Cada día, cuando regreso a casa de la jungla, observo cómo titilan las luces anaranjadas, bajo el cristal del coche para oler a encina, veo el humo saliendo de las chimeneas y mientras Madrid se prende fuego a lo lejos, siento que pertenezco a este lugar.

Los sueños se cumplen.

Bienvenidos a mi pueblo: Torrelodones 28250, Alaska.

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