Un país que te recibe con unas funcionarias de aduanas sonrientes, envasadas en minifaldas y medias de rejilla, charlando despreocupadas, no puede ser un mal lugar.
Cuba es diferente a todo lo demás y es muy poco lo que ha cambiado desde mi primer vuelo a La Habana hace 24 años.
Ahora veo cruceros enormes atracados en el puerto, descapotables de los años 50 en colores pastel paseando turistas con sombrero creyéndose Hemingway. Veo algo menos de escasez y menos prostitución también, las niñas ya no se venden por unas mallas de lycra. Veo la misma falta de lo que más añora el hombre, la libertad y veo la misma alegría.
Veo las mismas ganas de escapar del no sé qué voy a comer mañana. Veo garitos que podrían estar en el Soho de Nueva York, caros restaurantes en preciosos y ruinosos palacios. Veo carteles que anuncian alquiler de habitaciones. Veo negocios que prosperan pero cuando preguntas, los cubanos se quejan: mismo dueño, mismo collar. Veo alguna que otra fachada recién pintada y me temo que lo que está cambiando en Cuba, solo sea eso, una mano de pintura para que los gringos piensen -qué buenos somos que os salvamos del comunismo levantando el bloqueo.
No cambia lo que se me dilata el corazón en cuanto siento el calor y la humedad nada más bajarme del avión. No cambia la música en la calle, ni la dignidad y generosidad de su gente pese a no tener nada de lo que la revolución prometía. Les ha quedado eso si, la educación. Sigo viendo gente culta con ganas de charlar, jóvenes, viejos, de cualquier edad, cualquier conversación es una excusa para que les llegue una pizca de aire fresco del exterior. No cambian las pintadas de siempre que cada vez suenan más caducas. Tampoco cambia cómo el mar azota el malecón. Me gusta cuando el agua salta por encima y me moja las sandalias de tacón. Puedo contar cada tres minutos con una nueva proposición, eso tampoco cambia a pesar de los años que pasan. En aquella época me llamaron asesina y ante mi cara de desconcierto mi madre se reía –qué inocente eres Lucía!
Ahora soy menos inocente, mucho más critica, igual de peleona y mis faldas ya no son del ancho de un cinturón, pero cada vez me gusta más esa forma de ver la vida: no tienen de nada, no saben que comerán mañana, pero siempre tienden una mano con una sonrisa.
Hay sol, hay amor, hay son, hay ron, hay vida.
Como decía el Gatopardo: «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie»
Siempre querré volver a La Habana, querré volver a cenar langosta con cubiertos de plata en La Guarida, bailar en el FAC empapada en sudor y que el mar me moje las sandalias paseando por el malecón, querré grabarme a fuego esa alegría y repetir como un mantra cada día:
HAY SOL
HAY AMOR
HAY SON
HAY RON
HAY VIDA
Y así… hasta que se seque el malecón.
Debe estar conectado para enviar un comentario.